Coordinación de ética de las profesiones

Coordinación de éticas profesionales

La coordinación de ética de las profesiones, surge como respuesta a la demanda de los cursos de ética profesional que imparte el Departamento de Teología de la Sede de Coquimbo.
Es una instancia académica que permite potenciar el trabajo de los profesores que imparten dichas asignaturas.
Como también busca potenciar la formación ético moral declarada en el proyecto educativo de nuestra universidad.

Frentes de acción periodo 2008-2010:


1.- GESTIÓN


ACCIONES:
Coordinación con los jefes de carreras sobre los contenidos y metodologías de las éticas profesionales.
Contacto con otras unidades académicas que imparten ética profesional en la sede; Medicina, Escuela de Derecho.
Establecer red de apoyo con dichas unidades.
Recensión de programas de ética profesional de otras universidades.
Red de contacto con centros de ética.
Contacto y relación con instancias de servicios en el ámbito de la ética en la Universidad y en la Sede Coquimbo (Comité de Bioética).


2.- DOCENCIA:

ACCIONES:


Mejoramiento de las tics para las clases por medio de la creación de una pagina web institucional
Mejoramiento de bibliografía sobre temas de ética profesional.
Consolidación de equipo interdisciplinario.
Coordinación con los profesores de la asignatura
Incorporar metodologías interactivas: actividades en terreno, visita de profesionales, presencia de Colegios Profesionales (Asociaciones Gremiales), foros, talleres, etc

3.- ELABORACIONES (extra de la coordinación)

Trabajo en los programas de asignatura.
Formulación de programas en base a competencias.
Formulación de programas conforme al proyecto educativo UCN, los perfiles de egreso de las carreras…
Recensión de programas ética profesional de toda la UCN
Hacer investigación sobre ética de las profesiones.
Participar en proyectos relacionados con la temática.
Crear espacios que permitan hacer conciencia de la transversalidad de la formación ética de los futuros profesionales, involucrando a los jefes de carrera y académico de las demás disciplinas

miércoles, 7 de mayo de 2008

MAS ALLÁ DE LAS CLASES DE ÉTICA

fuente: http://blog.pucp.edu.pe/item/3967 Filosofía práctica y Liberalismo. Taller del Prof. Bacigalupo

Qué es ética
Todos damos por supuesto que sabemos o que por lo menos tenemos una idea de qué es la ética. Pero la verdad es que la confusión conceptual está muy generalizada. Para algunos la ética es la moral vigente en una determinada colectividad; para otros es un conjunto de principios que se hallan por encima de las distintas costumbres morales de una sociedad dada; y hasta hay quienes identifican ética con estética. La confusión no sólo se aprecia en el lenguaje público no-académico, sino se constata también entre los especialistas. El filósofo alemán contemporáneo Jürgen Habermas, por ejemplo, ha acostumbrado a sus seguidores a llamar ética a lo que la tradición filosófica siempre llamó moral, y moral a lo que la mayoría de los filósofos sigue llamando ética.

Visto esto desde la confusión de nuestros días, parece una ironía que en los orígenes, cuando griegos y latinos forjaron los conceptos de Occidente, ética y moral significaran lo mismo. Una palabra era la traducción de la otra; pero a lo largo de la historia se fueron decantando ciertas diferencias que, a fines de la Edad Media, se convirtieron en uso común.
En efecto, en la época de la temprana Escolástica, ‘moral’ empezó a significar el conjunto de costumbres que de hecho se hallan vigentes en un determinado grupo social. En el concepto, esas costumbres abarcan desde los modales y la manera de vestir de los individuos, pasando por las normas de conducta familiares o de clan, hasta los usos políticos más fuertes, arraigados en la vida pública de las ciudades. Por esa razón, los juristas y los filósofos siempre consideraron que el derecho era, de algún modo, un componente de la moral de un pueblo, porque era el conjunto de las normas explícitas de un universo normativo más vasto.
El hecho de que distintos pueblos y culturas se toparan unos con otros a lo largo de su historia —por lo general, de manera poco amistosa— produjo un fenómeno de ‘contaminación’ de las costumbres originales y, en con-secuencia, una moral determinada se veía invadida y trastornada por los valores de otra moral. En la historia del Occidente, el primer cristianismo mediterráneo se expandió hacia los demás pueblos europeos sobre la base de esta suerte de mutua influencia moral y, a través de ella, inoculó patrones de comportamiento nuevos en los pueblos convertidos, a la vez que asimilaba los ajenos.
Esto, como se sabe, se convirtió en una constante histórica. Pues bien, cada vez que se daba un encuentro cultural con impactos duraderos se producía, como era de esperar, una crisis de valores hasta entonces vigentes, es decir, una crisis moral. Los pueblos, sin embargo, siempre han sabido administrar estas crisis y los individuos, tarde o temprano, han sabido hallar una salida que les permita conservar algunos rasgos ancestrales de su cultura y adaptarse a los cambios con mayor o menor versatilidad.
El punto al que quiero llegar en esta primera entrega es simple: Puesto que algunos pensadores occidentales de la Edad Media fueron conscientes de esta confrontación y la consiguiente amalgama cultural, optaron finalmente por asignarle a la palabra ‘ética’ una nueva función. Fue así como, desde mediados del siglo XII, se la empezó a usar para señalar normas de conducta que se hallaran por encima de las diferencias morales de los pueblos. Así entendida, la ética debía asociarse a la naturaleza humana y, por ende, debía trascender esas particularidades para convertirse, en lo que toca a la determinación racional del bien y el mal, en el denominador común de todos los seres humanos sin excepción.
De ese modo, la ética se convirtió en una reflexión acerca de lo que, a partir de una purificación del proceso mismo de hibridación moral, podía decantarse como universal. Desde entonces, quienes tienen un sentido agudo para la perspectiva histórica, ven en la ética un ámbito de cuestionamiento crítico de los avatares de las diversas concepciones morales de la vida, y le asignan a esa mirada crítica una clara vocación universal.
Ahora bien, la posibilidad de hallar los mínimos comunes de la convivencia racional se asienta en la capacidad de la ética de enunciar y proclamar los principios de aceptación universal, así como de deducir de ellos los valores y las normas mínimas indispensables para lograr la tolerancia de lo diverso en las sociedades complejas. En las siguientes entregas veremos cómo se ha pretendido lograr eso en la cultura occidental.
No hay una moral, sino muchas morales

Desde la época helenística, la moral dejó poco a poco de ser el nombre de una sola realidad cultural uniforme, para referir cada vez más a diversos conjuntos normativos de la acción humana. Entre las normas de esas ‘morales’ se hallaban con frecuencia las costumbres de las comunidades religiosas tradicionales, más o menos cerradas a la influencia externa; pero era referida también como ‘moral’ una amalgama de costumbres más bien amorfa e imprecisa, mucho más amplia, que se solía instalar en las sociedades urbanas pluriculturales por defecto de un único patrón rector.

En los tiempos modernos, la ‘moral de los burgos’ o, si se quiere, ‘moral burguesa’ continuó evolucionando y profundizando su curso, hasta convertirse en algo muy difícil de perfilar, debido sobre todo a sus múltiples componentes heterogéneos. Sin embargo, ciertos trazos permanentes y comunes a la vida citadina de todos los tiempos siguen marcando las pautas básicas del comportamiento humano, y hoy afectan a millones de seres humanos.
Si a esto se suma el ritmo vertiginoso de los cambios sociales y culturales producidos por los avances tecnológicos y de la comunicación de masas, más que un estado de decadencia o pérdida de ciertos valores tradicionales, lo que estamos viviendo es una crisis de adaptación. Cris moral, en sentido estricto, me parece que siempre ha habido; pienso que la crisis en en realidad una condición de la convivencia humana. Lo que ocurre hoy es que no hay tiempo suficiente para la generación y sedimentación de nuevos valores a partir de los valores tradicionales.
Sin embargo, hay una ‘moral por defecto’ en las grandes ciudades y que podría llamarse ‘la moral burguesa del capitalismo’, si se quiere utilizar esa expresión. Lo que me interesa subrayar aquí es que esta moral se ha visto recientemente forzada a incorporar a su despliegue espontáneo no sólo la ley positiva —que por puro principio de legalidad no puede desconocer—, sino además las demandas interpuestas por la ética de los derechos humanos.
La amalgama moral de nuestro tiempo está siendo afectada en su desarrollo espontáneo por los principios universales de la moralidad, que fueron expuestos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948: La dignidad de la persona, la igualdad de todas las personas en dignidad, la libertad, la justicia y la paz. Esto me parece un acontecimiento extraordinario, que responde a una extrategia exitosa. Aquel sencillo documento, en el que se resume la ética universal de nuestro tiempo, a pesar de ser una declaración hecha por un grupo de juristas americanos y franceses al finalizar la Segunda Guerra Mundial, ha tenido sin embargo la capacidad de normar a la moral polimorfa de fines del siglo XX y principios del XXI con un rango de incidencia planetario.
Quiero cerrar esta segunda entrega recomendando no exagerar la tensión entre normas morales particulares y principios éticos universales de la conducta humana. En la mayor parte de los casos, la relación se suele dar sin grandes conflictos y dentro de una dinámica de permanente reinterpretación y adaptación. Debido al carácter marcadamente liberal que ha adquirido el proceso de hibridación de las culturas del Occidente moderno, sólo ciertas sociedades particulares —como las minorías voluntariamente cerradas, los grupos étnicos que rehúsan el contacto fluido con la cultura predominante o los grupos religiosos conservadores— ofrecen niveles de resistencia considerables al carácter universal y vinculante de los principios éticos asumidos por el ‘humanitarismo político’ de nuestra era.
Hasta aquí el marco teórico básico de nuestro enfoque. En lo que sigue, centraremos nuestra atención en los problemas que este enfoque plantea a la enseñanza universitaria de la ética, particularmente si se trata de una universidad católica.
Qué es ética profesional

Para echar luz sobre este punto, empecemos por preguntarnos qué es una profesión. Si nos fiamos de la etimología, propiamente hablando, la profesión es un acto subjetivo mediante el cual un individuo profesa una determinada línea de conducta en su vida. Pero la palabra profesión perdió paulatinamente su vínculo con el verbo que señala este acto de entregar la vida a una determinada causa, y poco a poco terminó por significar el conjunto de actividades formales, más o menos lucrativas, a las cuales uno se dedica para ganarse un sustento.

Cuando las prácticas tradicionales aún eran la forma de distinguir las opciones particulares dentro la moral general de un grupo social determinado, la profesión no había alcanzado aún su carácter moderno. Este carácter se adquiere desde el momento en que la profesión es reconocida por el Estado como una institución pública, con lo que regula su ejercicio en los ámbitos jurídico-político y socio-cultural. Con ello, particularmente en el Estado liberal, la profesión tiende a perder sus características morales tradicionales para convertirse cada vez más en una actividad regida por las leyes positivas y la moral burguesa de lo cotidiano.
Pues bien, cuando en este contexto moderno se habla de una ética profesional, lo que se implica con el uso de ese término es que en la actividad profesional no basta con tomar en cuenta las normas jurídicas y morales de un Estado y una sociedad en particular, sino que es indispensable incluir en ella los principios éticos universales. Esos principios éticos, más allá de las leyes positivas del Estado y más allá de las costumbres vigentes en su comunidad, pretenden obligar a toda persona a trazarse unas normas de conducta ineludibles, frente a las cuales tiene que responder.
En este sentido es que debemos reconocer que la ética está más allá de cualquier moral particular —incluida, desde luego, la moral católica—. Si asumimos que esto es así, hablar de la enseñanza de la ética profesional en una universidad católica, nos obliga a plantear las cosas de la siguiente manera: En una universidad católica corresponde, desde luego, enseñar la moral católica; pero ello no exime a la universidad de la tarea de formar a sus estudiantes en la ética universal de los derechos humanos.
En efecto, los estudiantes y los profesores están invitados a considerar la riqueza que encierra la moral católica para la vida humana; pero la ética de los derechos humanos no es una invitación que se hace a las personas, sino una obligación frente a la que hay que responder. ¿Qué significa esto? Significa que los profesores católicos no podemos demandar que los profesionales que formamos en nuestras aulas asuman la rectitud de su profesión a partir de costumbres morales como la oración o la vida sacramental. En cambio, todo profesional, ya sea católico o no, está éticamente obligado a plantear la rectitud profesional como la aplicación directa de los principios éticos basados en el respeto absoluto a la dignidad de la persona humana. Estos principios, dicho sea de paso, son perfectamente comunes al cristianismo y a la sociedad laica con la que éste convive.
Para cerrar este punto diré que, en el contexto macro, aparecemos como un pequeño punto de un mundo complejo; mundo que ha formulado una ética universal para salvar a la humanidad de nuevas o peores catástrofes auto-infligidas; catástrofes no sólo bélicas, sino también humanitarias y medioambientales. En el contexto micro, aparecemos como individuos abocados a lograr una profesión; profesión con la que estaremos en condiciones de ganarnos la vida; pero ganarnos la vida no de cualquier manera, sino obligados a no admitir que todo vale.
La ética no significa que queramos ser profesionales respetuosos de la dignidad humana, propia y ajena; no significa que queramos ser libres, justos y pacíficos. Ética significa que estamos obligados a ello.
Ahora queda pendiente la pregunta cómo se enseña ética, porque para todos está claro que no basta con predicarla.
La enseñanza de la ética

Formar estudiantes en una Universidad Católica no quiere decir formarlos dentro de las pautas de conducta de la moral católica. Si los estudiantes no traen desde sus hogares esa moral, es ingenuo suponer que la universidad será capaz de formarlos moralmente en ese o en cualquier otro sentido. ¿Qué es, pues, la enseñanza de la ética en la universidad si es que está claro para todos que no es la traea de inculcar una moral? Y por otro lado, ¿qué es la enseñanza de la ética universitaria si es que está igualmente claro para todos que no puede reducirse a una presentación didáctica de las principales teorías de los filósofos que se ocuparon o se ocupan de las cuestiones éticas fundamentales?

Formar éticamente a los estudiantes de una Universidad Católica significa hacer de ellos sujetos competentes en el manejo adecuado de la problemática ética contemporánea, lo que supone, desde luego, tener muy en cuenta las enseñanzas de la Iglesia Católica al respecto. Pero ¿qué significa un manejo adecuado de la problemática ética contemporánea?
Con la palabra manejo quiero subrayar que no se puede enseñar ética solamente en el aula. El aprendizaje de la ética supone la puesta en práctica de aquello que en el aula sólo se puede presentar de una manera esquemática e incompleta. En ese sentido, se trata de una práctica análoga a la del manejo de un vehículo, que no se aprende con sólo recibir las instrucciones básicas con el motor apagado, sino sólo a partir del momento en que los principios se han puesto a prueba en una práctica de manejo real.
Con el adjetivo adecuado se quiere subrayar que no se trata de manejar nuestras decisiones prácticas de cualquier manera, sino sujetándonos por una parte a los principios éticos fundamentales (que equivalen a los principios básicos del manejo) y a las reglas morales que siempre nos impone la vida en sociedad (y que en la metáfora equivalen a las reglas de tránsito de la ciudad). Pueden haber muchas disfunciones en el conjunto de las reglas morales, sobre todo si estamos hablando de sociedades que atraviesan una crisis de valores, pero si los principios éticos son firmes y están claramente expuestos, uno siempre puede conseguir un manejo adecuado de sus decisiones prácticas bajo cualquier circunstancia.
Ahora bien, si enmarcamos estas decisiones prácticas en el dominio de una profesión determinada, el manejo adecuado de las decisiones prácticas involucra la posibilidad de aplicar los principios éticos en el ejercicio de las prácticas pre-profesionales.
Este esquema se debe ajustar, desde luego, a las características particulares de cada profesión. Lo que rige aquí como denominador común es la convicción de que ninguna profesión puede ejercerse de una manera ética sin la satisfacción simultánea de los cinco principios fundamentales: la dignidad de la persona, la igualdad de todas las personas en dignidad, la libertad, la justicia y la paz.
En cada caso particular, las disciplinas tienen una moral propia, es decir un conjunto de prácticas adquiridas en el ejercicio de la profesión durante generaciones. La universidad está en la obligación de trasmitir al estudiante tanto las características singulares de la moral profesional como las exigencias éticas universales. En el caso de que se diera conflicto entre las prácticas morales y los principios éticos universales, está claro que la primacía la tiene la ética sobre la moral.
Sin embargo, en una universidad católica es muy importante subrayar que la interpretación de los alcances de los cinco principios éticos es una materia en disputa. Los ejemplos más conocidos de conflicto se plantean hoy en relación con los alcances de la libertad. Estos debates no son debates morales, sino propiamente éticos. Desde el punto de vista ético, todos estamos de acuerdo en respetar el principio de la libertad; pero ¿hasta qué punto? ¿Pueden el aborto o la eutanasia, por ejemplo, aceptarse como aplicaciones legítimas del principio de la libertad? ¿Es la libertad absoluta lo que estamos aceptando como el principio ético universal de la libertad? ¿Es racional el postulado de una libertad absoluta para el ser humano?
Impartir una sólida formación ética supone que el estudiante se haya planteado este tipo de preguntas filosóficas en algún momento de su carrera. Pero si hablamos de formación ética, no basta con las clases filosóficas sobre las cuestiones éticas fundamentales, y menos aún si lo que prometemos es una formación integral.
¿Cómo se puede impartir una sólida formación ética? Formular la idea es fácil. Se trata de una formación universitaria que no se limite a lograr que los estudiantes estén capacitados y facultados para desempeñarse con solvencia en una determinada profesión, sino que sean personas capaces de manejar adecuadamente los diversos retos que la vida en general le plantea. Dicho lo cual, subsiste sin embargo la pregunta: ¿Cómo se logra eso? ¿Mediante un cursito de ética profesional de dos créditos?
La enseñanza de la ética en general, profesional o no, no tiene sentido si no genera compromisos prácticos con los principios fundamentales durante períodos de tiempo prolongados, de preferencia durante toda la carrera. No nos olvidemos que cuando hablamos de la formación ética de jóvenes universitarios no estamos hablando de formar caracteres morales de niños aún no moldeados por la vida. A la universidad se llega con hábitos muy sedimentados, y no es razonable suponer que esos hábitos sean en su mayor parte buenos.
Tampoco es razonable suponer que la mayoría de los profesores de una universidad sean modelos ejemplares de comportamiento ético.
El fin que se busca es que personas en gran medida mal dispuestas hacia la ética, tanto si son profesores o estudiantes, por el hecho de pertenecer a esa comunidad de aprendizaje sean capaces de rectificar en alguna medida los principios prácticos mediante los cuales toman sus decisiones, y favorezcan conscientemente la dignidad de la persona humana como principio ético absoluto.
Para lograr ese fin, la práctica universitaria de los principios éticos fundamentales debe ser posible. Veremos de qué depende esa posibilidad en la siguiente entrega.
Cómo debe transformarse la enseñanza universitaria de la ética para que tenga algún efecto mayor que el que tienen, si es que tienen alguno, las clases convencionales?
En una universidad no se trata de predicar una determinada manera de vivir, ni siquiera se trata de predicar los derechos humanos, porque en la universidad no se predican las doctrinas, sino se estudian. Se supone que en una universidad se explican los fundamentos de las disciplinas, se platean hipótesis, se discuten teorías, se pone todo a prueba mediante la investigación. De modo que, si nos limitamos al dictado de clases ética como lo venimos haciendo, confinados en un aula, en el mejor de los casos tendremos algunas personas bastante bien informadas acerca de las diversas teorías éticas expuestas en el semestre por el profesor. En lo que toca a la formación ética, el resultado del dictado convencional será, como siempre, una gran mayoría de estudiantes a quienes esa información les entra por un oído y les sale por el otro en menos de lo que toma un periodo de vacaciones. Ninguna teoría se asimila de ese modo.
Tampoco es que estemos pensando en una necesaria asimilación masiva de las teorías éticas, como si eso pudiese comprobarse de alguna manera. Tan sólo nos interesa poder constatar que muchas personas se comprometen activa y productivamente con los principios éticos durante su paso por la universidad. Esto es algo que no podemos hacer con los métodos pedagógicos tradicionales y para lo que hace falta transformar muchas cosas; y lo primero que habría que hacer para lograr una nueva forma de enseñar ética es salir del aula.
En los años ochenta del siglo pasado, el filósofo A. MacIntyre decía que sin prácticas reales de compromiso entre los seres humanos no había posibilidad alguna de regenerar los valores morales. ¿Con qué causas están dispuestos a comprometerse los jóvenes? Con ninguna que se les presente pasivamente como oyentes. ¿Qué ocurre cuando los jóvenes establecen contactos personales prolongados con otras personas que requieren del apoyo y la orientación que ellos pueden brindarles? Se comprometen con ellos y eventualmente luchan hombro a hombro por lograr metas que asumen como propias. Porque sólo en la práctica real uno aprende a aplicar los principios fundamentales de la ética. Y esa experiencia es algo que ya no se olvida.
¿Por qué si la solución del problema de la formación ética es tan elemental sigue siendo un problema no resuelto en las universidades? La respuesta es también elemental. Porque las universidades están diseñadas para impartir formación en aula, bajo el sistema de las asignaturas semestrales. No están diseñadas para poner al estudiante en contacto con problemas reales, de personas reales, y generar conocimientos, aprendizajes y compromisos éticos en esos encuentros reales.
Enseñar ética profesional, por lo tanto, no se limita a enseñar una moral determinada, ni se limita a predicar los derechos humanos. En una universidad de punta, abierta a las transformaciones que demandan los tiempos, la enseñanza de la ética requiere que el trabajo universitario se reinvente. Los cursos de deontología, los cursos de ética profesional, los cursos teóricos de ética, si no están dirigidos a formar especialistas en la temática, deben transformarse en espacios de prácticas solidarias y sostenidas. Si estas se llevan a cabo de forma interdisciplinaria, tanto mejor. Si se llevan a cabo fuera de la universidad en cooperación con instituciones y personas abocadas a la solución de problemas concretos, mucho mejor aún.
El reto es de gestión, más que de concepción. Al involucramiento práctico con los problemas reales del desarrollo humano deberá asignársele un valor en créditos; deberá lograrse un entronque entre las prácticas y las asignaturas; deberá ser posible utilizar el espacio abierto por las prácticas para la generación de nuevo conocmiento a través de la investigación especializada e interdisciplinaria. Hace falta una estrategia de integración de teoría y práctica, y una labor permanente de hacer explícitos los principios éticos fundamentales que se satisfacen en esos nuevos espacios de aprendizaje y servicio.
La dimensión práctica de la enseñanza fue desterrada de muchas áreas de estudio en el modelo de universidad que hemos heredado. Es hora de propiciar su retorno sistemático y sostenible. Para ello, es más que razonable empezar con los cursos de ética.

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